Por otra parte, a esta altura, Jean-Claude Romand tenía además acceso a novedosas medicinas contra el cáncer, lo cual le daba aún más prestigio. Y se había convertido también en un «experto en finanzas» que manejaba las inversiones de sus padres, así como las de otros familiares cercanos y de amigos.

Ellos confiaban en Jean-Claude porque solía reunirse con el ministro de Salud francés y viajaba por el mundo para representar a la OMS; además, porque era un hombre atento y dedicado a su familia: regresaba de sus viajes con regalos para Florence, su mujer, y para sus pequeños hijos.

Dos días de furia

La vida plácida y armónica de los Romand acabó para siempre el 8 de enero de 1993.

Jean-Claude Romand volvió a su casa después de otra jornada de trabajo en Ginebra. Como ocurría a diario, le recibieron las sonrisas de Florence, Caroline y Antoine. Cenaron en familia como tantos otros viernes y la pareja acostó a los niños.

Jean-Claude Romand junto a su esposa, Florence Crolet. Cerca de los 40 años, Jean-Claude tenía una buena vida. Destacado investigador de la OMS en Ginebra, amaba a su bella mujer, Florence, disfrutaba de una linda casa en Prévessin-Möens y de sus dos hermosos hijos —Caroline, de siete años y Antoine, de cinco— y, además, visitaba siempre a sus queridos padres, que vivían en un pueblo cercano.


Entonces Florence habló por teléfono con su madre, afligida como siempre por ser viuda, por envejecer y por el abandono que sufría por parte de sus hijos. Al terminar la conversación, Florence empezó a llorar y su marido se sentó a su lado para consolarle.

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